domingo, 19 de agosto de 2007

Impluso creadir "" marmara

Por las estrechas callecitas resonaban los pasos de Ernesto, que esa tarde gris plomo observaba la aldea como si no fuera allí donde había crecido. Los adoquines descansaban lisos sobre la tierra de los siglos y las pequeñas ventanas apenas dejaban entrever algo de luz temblorosa. Del corazón de las casas se escapaban vahos de comidas caseras mezclados con ecos de voces familiares.
Ernesto vivía en silencio y pintaba. No les encontraba sentido a las fiestas que se celebraban ahí pero tampoco soportaba su soledad... Se encerraba en su atelier a pintar y en sus pinceladas sentía alivio.
Pintaba sólo retratos que nacían de su imaginación. Eran como mapas de almas sufrientes de hombres y mujeres jóvenes, con rasgos delicados y suaves. A veces creía que Satán era el que guiaba su mano; los vecinos afirmaban eso, ya que no pintaba imágenes religiosas sino más bien realistas, cosa muy avanzada para la Edad Media.
El artista era ermitaño porque la gente se apartaba de los que no seguían al rebaño guiado por Dios. Como si fueran jueces, los piadosos se cruzaban comentarios de desaprobación y no les dirigían la palabra a los que eran considerados brujas o demonios.
Ernesto oyó música sacra. Un cántico gregoriano que rebotaba en las paredes de la solemne catedral a la que entró después de mucho tiempo de ausencia. Esas voces y las altísimas bóvedas ojivales; esas paredes desnudas cortadas por angostos vitrales de mil colores, por un momento lo elevaron. Un grupo de mujeres lo miró con desconfianza, persignándose. Antes de salir Ernesto se despidió de la Virgen, prendiéndole un cirio.
Debía dejar ese lugar definitivamente, quería irse lejos de ahí.
Ya por el camino polvoriento en medio de los ondulados sembradíos y pasturas se serenó un poco. Vio en el cielo nublado un gigantesco cigarro negro. Sus ropas fueron embestidas por el vendaval y empezaron a caer pesadas gotas que despertaron el olor de la tierra. Le dolieron esas gotas como si lo estuvieran apedreando. Abrumado, sentía que sus pies descalzos se hundían en una masa espesa, que se ensañaba con su voluntad. Se le hacía tan difícil dar cada paso que creía estar siempre en el mismo lugar, hasta que resbaló y cayó de rodillas. Tomando puñados de barro que se le escurrían entre sus dedos, levantó los brazos al cielo y sintió el impulso de crear con ese barro al ser que había pintado el día anterior, perfecto y de ojos almendrados que lo habían asombrado con su belleza. Quería que fuese de carne y hueso. Un relámpago pareció reírse de él.
A la mañana siguiente, un juglar que se acercaba a la aldea, con las agujas de la Catedral gótica a la vista, encontró un cuerpo fulminado, pero de rodillas y con los puños cerrados.

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El futuro le pertenece a quien cree en la belleza de sus sueños.